Octubre de 2017, madre mía, con lo que a mi me gusta escribir y desde entonces no he escrito ni una entrada. Cierto es que me explayo en algunas fotos de Instagram lo que no está escrito, pero no es lo mismo, para qué nos vamos a engañar. Así que discúlpenme por el rollo que me dispongo a soltarles, pero una viene con ganas.
Y es que después de varias semanas de vacaciones con siesta diaria de dos horas, hoy he decidido ganarle al reloj ese par de horitas, (y quitárselas al consiguiente insomnio nocturno derivado de levantarse de la siesta a las seis de la tarde), y sentarme a escribir. Que me lo he ganado. Después de todo he estado haciendo una hora de escritura y matemáticas con Enzo, le he pintado las uñas con purpurina a Maya, (nunca es suficiente brilli brilli), y la pequeña berlinesa se ha quedado dormida sobre la cómoda y acolchada tripa de su padre en el salón, con charquito de babas incluido, qué idílico, y lo digo sin una pizca de ironía.
Siempre podría buscar cosas que hacer en la casa, pero me niego. Me he sentado con el ordenador dispuesta a escribir seguida de Maya que se ha sentado a mi lado y me ha preguntado “¿qué vamos a hacer, mami?”. Yo, cara de circunstancia, “voy a escribir”. Y ella “vale, escribe el cuento de los tres cerditos”. Yo, más cara de circunstancia, “no cariño, voy a escribir lo que me salga, las cosas que pienso y siento”. Ella, con ojos de curiosidad, ha decidido no añadir más a la conversación y se ha marchado con sus uñas resplandecientes a ver el tenis con su abuela. Aún no me creo que haya conseguido quedarme sola en una habitación. Lloro por dentro de la alegría y el entusiasmo de disfrutar de minutos en soledad para escuchar el silencio, o en este caso, los pájaros foráneos (parecen cacatúas) que defienden el territorio invadido volando como aviones caza alrededor de las casas, (como vuelen bajo un día y se nos cuelen en el jardín, estamos aviaos, ¡qué agresividad, señor!); el partido de tenis que están viendo la abuela y Maya, el de verdad que están jugando los vecinos de enfrente, y las motos trucadas que suben y bajan por la calle principal como carracas con sus tubos de escape escacharrados adrede.
Y es que el verano es lo que tiene, que tienes tanto tiempo que te aburres de no hacer nada, pero tampoco haces nada en concreto y pierdes todo ese tiempo en eso mismo, en no hacer nada, dolce far niente siempre suena más cool, donde va a parar. Sobre todo cuando uno veranea en verano. Del verbo veranear, que no es lo mismo que irse de vacaciones. Mi concepto de veranear está muy claro y definido, uno se va a un lugar donde se encuentra como en casa, y vaga rutinariamente de la casa a la piscina o playa, de ahí al aperitivo donde no puede faltar tinto de verano, patatas fritas y aceitunas, come, se echa dos horas de siesta, o tres, lo que se tercie; se levanta, merienda, se deja caer de nuevo en la playa o piscina hasta que el sol diga hasta mañana, se da un paseo por el paseo marítimo, cena en casa o en un chiringuito, y se mete un helado de medio litro de Kinder Bueno entre pecho y espalda. Esto último es de vital importancia, como se podrán imaginar.
Eso, es veranear para mí. Irse de vacaciones no tiene nada que ver con eso, irse de vacaciones es cogerte un avión para irte a un sitio donde seguramente no pares de visitar monumentos, o museos, o incluso playas, pero no con esa parsimoniosa calma y completa ignorancia del día u hora en que se vive con la que uno veranea. Pero esto es sólo mi forma de verlo.
El caso es que nosotros este verano hemos veraneado de lo lindo. Y la semana que viene los retoños se quedan dos semanas más de veraneo con los abuelos, para darles un respiro de nosotros, y a nosotros para darnos una botella de aire que nos durará meses. No solo porque mi señor esposo y yo nos vayamos solos, lo que es solos, de vacaciones, ahora sí, cosa que no ha sucedido en los últimos 4 años, y que realmente necesitamos como agua de mayo. Sino por el hecho de las energías que uno puede llegar a perder cuando está tres semanas non-stop con su prole. Este eterno yo por mis hijos ma-to, en contraposición del por dios, que se duerman ya. Y lo mismo que tiene veranear de fabuloso, esas siestas de dos horas, ese no mirar el reloj, lo tiene de aterrador, porque con una siesta de 3 a 5, a ver quien es el guapo que mete a sus hijos en la cama antes de las doce de la noche. En fin… que siempre nos quejamos de lo que no tenemos. Y así como ahora, no me quejo de lo que tengo, pero sí miro con anhelo el momento en el que esté subida en el avión rumbo de vuelta a Berlín, para trabajar unos días, que una de vez en cuando también trabaja; y sueño con esos días con mi señor marido en la playa, o en un restaurante, o paseando, sin pequeños humanos corriendo alrededor. Pero también sé que pocos días después estaré mirando sus fotos en el móvil y deseando hablar con ellos y escuchar sus voces por teléfono. Por otro lado esa espera seguramente se me hará más llevadera mojito en mano viendo el atardecer desde Menorca. Lo dicho, la bipolaridad de la maternidad.
En fin, que yo venía con muchas ganas de escribir, pero quinientas palabras después, vuelvo a estar rodeada de personas, que poco a poco me han ido trayendo la fruta para merendar en la mesa de la terraza, y mi bañador para que me lo ponga diciéndome sin decirme que lo que toca después es la piscina. Esta rutina nos la sabemos todos bien. Maya y Enzo se pelean ahora por el último croissant de chocolate del Mercadona, y esto me indica que tengo que ir finiquitando mi entrada a la velocidad de la luz. Así que sin más, me despido y les deseo a todos ustedes unas felices vacaciones, un buen veraneo y un buen verano en definitiva, hagan o que hagan y lo pasen donde lo pasen.
¡Feliz verano!